San Expedito y el caballero de la palabra afilada
Cuando el alba apenas despuntaba en Esquina, escuché el eco de un clamor intempestivo: un señor, pluma en ristre y verbo solemne, reclamó mi presencia con tal estruendo que casi despertó a San Expedito de su eterno letargo celestial. «¡Debe usted estar ahí!», bramó sin preguntar siquiera si alguna otra tarea noble llamaba a mi despacho. Y así, con la delicadeza de un trueno, pintó de gris la celebración de la cultura local.
Mariano Coria
7/4/20252 min read
Me pregunto si aquel señor imaginó a San Expedito con corona militar y fuego en el corazón, bajando de su estrado de mártir para decir: “Hermano, ¡calma! La urgencia no debe arremeter contra la palabra ajena”. Porque, más allá de las leyendas que lo retratan como protector de causas extremas, San Expedito siempre llevó consigo la virtud del diálogo: prisa, sí, pero—siempre—acompañada de respeto.
Resulta curioso que un hombre llamado como el santo de las causas urgentes olvide el remanso de la cortesía. Quizá en su imaginación, la cultura florece sólo cuando se le rinde homenaje al dictado de su capricho individual. Pero la cultura pública, la que honramos en nuestro trabajo diario, es un tejido de voces.


Invoco la memoria de aquel centurión romano, convertido en mártir, que alzó una cruz con la inscripción “¡HODIE!”— en latín significa “¡HOY!”—y un cuervo que advertía sobre la postergación del bien. ¿Acaso San Expedito no nos legó la urgencia justa, la que precipita la solidaridad y el encuentro, no la que silencia a quien piensa distinto? La verdadera gestión cultural pública es urgente cuando abraza al otro, no cuando lo fulmina. Es fuego creativo, no incendio de furias personales.
Imagino a mi inquisidor con armadura resplandeciente y un reloj de arena a medio vaciar, golpeando el yelmo con desesperación. Pero sé que nuestras batallas—las de la cultura libre y plural—se libran con palabras de arco y flecha, no con mazos de intolerancia.
A ti, señor, te ofrezco este modesto relato. Que San Expedito nos preste su vigor para proteger aquello que verdaderamente arde: la amistad con el arte, el respeto a la diversidad, la paciencia para escuchar al otro. Y que ninguno, en esta ciudad, sufra el filo de la palabra violenta por satisfacer impulsos de ego.
Porque la cultura pública no se impone. Se invita. Se construye. Se comparte. Y, sobre todo, ¡llega siempre en el momento preciso! —tal como lo enseñaría nuestro querido mártir: no antes, no después—, sino hoy, con la claridad de un verso bien hilado.-
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